2010/03/23

Entrevista a Daniel Spinelli realizada por Nolo Correa y Gabriel Landoni (Parte2)



Entrevista realizada con motivo del lanzamiento del libro ¨La Otra Verdad¨

Entrevista a Daniel Spinelli realizada por Nolo Correa y Gabriel Landoni (Parte1)



Entrevista realizada con motivo del lanzamiento del libro ¨La Otra Verdad¨

CUADRO de La Otra Verdad

Un lento escalofrío recorrió su espalda apenas cruzó la puerta de entrada. La casa era igual a la que visitaba cada noche, en sueños. Su sonrisa quedó petrificada de espanto al ver la estatua que presidía la sala, los mismos ojos melancólicos, de mirada serena, la barbilla delicada, hasta el pelo cayendo ondulado sobre los hombros de la misma manera. Se enfrenta, midiéndose, en un singular juego de espejos, imitando el rígido semblante de mármol, que imita a la vez, su belleza etérea, angelical. Posa sus manos sobre las otras, tan similares, frías, casi traslúcidas.
Reina un aire gélido, huele a soledad, a medicinas caseras, a desinfectante. La luz tiembla azulada, fluorescente, sobre las altas paredes y techos, creando un clima ominoso.
Por fin voy a reencontrarme con mi padre. Atrás queda una historia confusa, de la que sólo conozco la versión de mi madre: un divorcio cargado de violencia, una orden de restricción, el viaje que terminó en un suburbio de Buenos Aires. Entonces yo, no tenía más de tres años. Guardo un vago recuerdo de sus dedos sucios de pintura, con los que le divertía mancharme, su aire quijotesco, su voz quebrada, acariciante.
Su voz me dice en el teléfono: –Dejá todo y vení a pasar unos días conmigo. Por favor, si no venís ahora, tengo el presentimiento de que nunca vamos a volver a vernos.
Yo sabía de su enfermedad, pero no me decidía a abandonar mis estudios, mi trabajo en plena temporada, y sobre todo no quería dejar solo a Gustavo, ahora que nuestra relación empezaba a encaminarse. –Tenés que venir, no va a haber otra oportunidad. Me dijo el viernes.
–Pero, no puedo, éste fin de semana vamos al campo, mi novio va a presentarme a sus padres.
–No vayas, te pido por favor que no vayas.
La escalera es imponente, de diseño majestuoso, y contribuye a la sensación fantasmal. La pared en la que se apoya está cubierta por un caos de pinturas de lo más diversas, pero todas tienen un único motivo y una única modelo. Ella niña, con el cuerpo coloreado de infinitas formas, ella creciendo con sus temores y fantasías, ella mujer, sus amores, sus anhelos. Comprende sorprendida que los sueños que transcurrían en ésta casa, eran compartidos por él, y así la retrató a lo largo de los años. Nunca pudo verlo ni tocarlo, pero percibía su presencia inquietante en cada rincón, en cada objeto; y al despertar, le parecía que volvía de un largo viaje. Entre tantas imágenes, ahora se ve, en el cuadro que veinte años atrás desatara la tragedia. Lo estremecedor no es su desnudez, ni la actitud insinuante de su pose, hay algo en su sonrisa y en su mirada que no corresponden a las de una niña, una carga de sensualidad y erotismo, que le costaron a su padre una acusación por el peor de los pecados y que terminaron con su mujer e hija al otro lado del mar.
-Ella es mi creación - gritaba enloquecido, sintiéndose traicionado.
-Ella vino al mundo para inmortalizar mi obra y eternizarse en ella. Vociferaba, ganando así la sospecha de todo su círculo íntimo, firmando su propia condena. Condena que todavía cumple en su estudio de la planta alta, de donde no volvió a salir.
Golpeo la antigua puerta blanca, que tantas veces soñé abierta, y entro furtiva y silenciosa. Aunque todo está impecable, ordenado, reluciente, como en un quirófano, el tufo es una bofetada, vahos fríos de hospital, de morgue. Cuando empiezo a acostumbrarme a la semipenumbra de la habitación, descubro el lienzo, naranja, lila, morado, añil. Discurren mis días. Son manchas informes, delirantes, alucinadas, en las que me adivino. Una lágrima turquesa, en mis ojos enrojecidos, un lunes en un bar. En tonos pastel, mi sonrisa tímida, insinuante, brilla. Borravino azulado un atardecer tormentoso, visto desde la ventana de mi cuarto. Mi mano nívea, crispada, aferrada a la cabecera de una cama de hotel. Mis amores y alegrías, mis dolores más profundos. Todas las líneas convergen en una forma única: un torbellino que se concentra en un punto, el ojo del huracán, que me atrae, me absorbe y en ése centro vuelvo a descubrirme, pálida, etérea, inerte, como soy ahora, rota, ya sin vida, en la camilla de un hospital de pueblo, del otro lado del mar, aquel día que fuimos al campo con Gustavo.
-Te pedí que no fueras, pero no quisiste escucharme- repite papá llorando, las manos blancas de la sábana, rojas de mi sangre, mientras el cuadro termina de engullirme.