2010/06/15

LA VEREDA

Cuando era niño existía un lugar. Un lugar mágico, donde todo parecía posible. Para llegar hasta ahí no hacia falta subirse a un avión, ni tramitar una visa, bastaba con abrir la puerta, siempre sin llave, del frente de la casa.
En ese idílico lugar transcurrían en gran parte nuestros días, y en verano, plenas de fantasías también las noches. Noches en que los viejos, con sus sillas cansadas, como sus espaldas, nos contaban historias del otro lado del mar. Cuando ellos se retiraban nosotros seguíamos con los relatos, más otros eran los temas y el vocabulario, Así aprendíamos las cosas que en la escuela no nos enseñaban y que en nuestros hogares ni siquiera se nombraban.
Las mañanas eran todo color y feria, mujeres que, con la excusa de la escoba, se ponían al corriente de las novedades, hombres apurados rumbo a la fábrica o la oficina. En la hora de la siesta, el barrio sumido en silencio y calma, nos adueñábamos de este territorio abandonado por los adultos y todo era jugar, jugar sin límites, jugar e ir tejiendo una trama de amistades infinitas, que se confundían con los lazos de familia.

Correr, correr con el viento y el sol en la cara.
Gritar, gritar con alegría o con bronca, gritar una canción, una consigna o un insulto.
O gritar por gritar, reír a los gritos.

Cuando recuerdo, veo fragmentos todos mezclados de los primeros libros e historietas, los cigarrillos sueltos, la vecina que tenía dos años más que nosotros y ya era toda una mujer; y las competencias: las figuritas, el fútbol, las bicicletas, fuese lo que fuese había que ganar, acaso, como un entrenamiento para la vida que nos esperaba. Claro que no sospechábamos como iba a ser el futuro ni todo lo que íbamos a perder. Soñábamos autos que volaban, viajes a otros planetas, un confortable mundo de máquinas y de placeres. La felicidad, como la concebíamos entonces, instalada en ese futuro.
Pero no nos dábamos cuenta de que en cuánto dobláramos la esquina, ya no íbamos a poder regresar.